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ISSN 2594-1976
Artículos

La música nos une

Editor IMCP - 1 septiembre, 2019

📄📷 Héctor Martínez Villavicencio

A veces las mejores cosas llegan de la manera más inesperada y sin buscarlas. Como si la vida te diera lo que te toca o te agarrara para acomodarte donde vas. Y uno, que no sabe ni lo que está ocurriendo, nomás se deja llevar por el gusto y la curiosidad de hacer las cosas sin sospechar en dónde terminará; pero pues así se vive, y gracias a eso estamos donde estamos.

Mi historia comienza dentro de casa, donde gracias a mis padres, nunca faltó la música de muchos estilos diferentes y yo desde pequeño le agarré el gusto a cantar y seguir melodías, jugando. Mi papá, médico de carrera, antaño tenía una banda de rock y a mí me encantaba emularlo, tanto que, a los tres años, un tío me regaló una guitarra pequeña, hecha a mi medida,
para jugar a ser músico de un modo más realista. Tuvo tanto éxito que a la fecha la conservo y, literalmente puedo decir que fue mi primer guitarra, fue donde saqué (de oído) mis primeras canciones, siempre a ensayo y error.

Mi papá era firme con la idea acerca de enseñarme música. Él no quería hacerlo: “Es que te voy a malear, yo aprendí de mis amigos en la calle. Tengo muchos vicios de técnica, mejor luego vemos una escuela para que aprendas bien”.
Así, la vida siguió y, en otros aspectos, comenzaba a seducirme la astronomía, la física y la ciencia… Aun así, la música nunca se fue, al contrario, el día que cumplí seis años mi papá me regaló mi primera guitarra eléctrica, la cual me serviría para iniciar mi primera banda, a los doce años.

Estaba yo en segundo de primaria, con siete años, una tarde que mi padre llegó del trabajo con la Gaceta UNAM. Hojeándola, mi madre encontró, entre muchas otras cosas, una convocatoria para formar parte de un llamado Ciclo de Iniciación Musical (CIM) que se impartía en la Escuela Nacional de Música. Y fue entonces que cayó la bomba: ¿Quieres estudiar música?, me preguntaron mis padres; después de meditarlo un poco, yo respondí que sí. No sabía realmente en qué me había metido, solamente
lo dejé ser, hasta que tuve mi momento brillante de pensar en algo que, de hecho, iba a importar mucho: “¿Cuánto tiempo voy a estar ahí?” a lo que me respondieron: “El que tú quieras”. Y sigo aquí estudiando.

El encuentro de esa convocatoria fue realmente una cosa que me ha marcado hasta el día de hoy, ¡y un hallazgo tan fortuito, que cuando la encontramos, era el último día de entrega de solicitudes para el examen! Apenas alcanzamos espacio para la inscripción, y lo que faltaba era nada más que yo hiciera la prueba, saber si me quedaba o no.
La primera vez que pasé por esas puertas me sentía raro: estaba a punto de hacer un examen para el que no tenía ni idea de lo que me iban a preguntar o me iban a poner a hacer. Me acuerdo del salón lleno de chavitos que, como yo, iban a esa prueba, mientras todos veíamos, uno a uno, cómo nos iban pasando para hacer el examen. “¿La nota sube o baja?”, “repite el ritmo que yo haga”, “voy a tocar algo en el piano y tú tienes que cantarlo”. ¡Y chas!, yo nada más lo hacía jugando, porque nadie me lo había pedido nunca.

En fin, acabé el examen, y unos días después me dijeron que había sido aceptado. Así comenzó la locura. Jueves tras jueves y sábado tras sábado, el rito se armó: después de la escuela, de 4 a 6, iba a clase de solfeo (es como el español de la música: te enseñan a leer, escribir e interpretar en tu cabeza), y de 10 a 12 los sábados a conjuntos corales. Y eso me encantaba.

El mundo de la música me daba la bienvenida y yo bien encantado lo aceptaba. A partir de ahí todo se dio: llegué a la edad de elegir mi instrumento, y como siempre me ha gustado la guitarra (por su sonido y porque la puedes llevar contigo), la elegí sin dudarlo.
Pronto mi curiosidad (y mis padres) me llevaron a esforzarme más en la música, y comenzaron a brotar poco a poco logros que ahora recuerdo con cariño: mis primeros recitales, reconocimiento de mis profesores; hubo una vez que salí en televisión representando al CIM en un programa especial de instituciones de música. Y todo continuó, empezaron los premios a interpretación musical de la SEP, comencé mi propia banda, pasé a propedéutico (como nivel bachillerato, pero musical), viví mi prepa a la par… En ese entonces, aunque el modo zombi era algo normal en mi rutina (en la mañana la prepa, en la tarde el propedéutico, en la noche tareas), aún siento que valió completamente la pena, y lo sigue valiendo.

El primer año de carrera fue decisivo porque me abrió los ojos a detalles del mundo musical que no había considerado: formar parte de una orquesta me alucinó, me enamoré de la psicopedagogía, de la didáctica; se me abrió el mundo de la producción musical, de la composición… Fue tal bombardeo de información diferente (y yo como niño en dulcería) que mi forma de ver
la música cambió radicalmente: ya no veía la guitarra, por ejemplo, como un fin, sino como un medio para llegar a la música en sí. Eso estuvo genial porque me hizo madurar y darme cuenta de lo mucho que ignoraba, en vez de asustarme, me motivaba a seguir y saber más. Ya lo tenía claro: quería ser un músico lo más completo que pudiera.

Comencé a aprender más instrumentos, a estar en coros (ahí conocí al Coro de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, que recuerdo con infinito cariño y considero el mejor al que he pertenecido), a aplicar técnicas locas en la guitarra, a querer aprender a dirigir, a perderle el miedo a cantar solo, a averiguar cómo compartirlo con la gente, cómo llegar a ellos… fueron tantas cosas y mis deseos de compartirlas con otros que decidí meterme a la carrera de Educación Musical. Y es que, para mí, todavía más importante que saber cosas, que aprender, es compartir todo eso con las personas que me rodean.

Hoy, a mis 22 años, he producido, grabado, tocado, cantado, musicalizado, compuesto cosas; he viajado para compartir la música; he hecho arreglos, investigaciones educativas, dado clases, escrito un libro, tengo un coro y una pequeña orquesta que dirijo y adoro, tengo una carrera concluida, en diciembre me voy de movilidad a España. ¡Y todo es gracias a mi alma mater, que me permite hacer lo que amo y conocer cosas tan
geniales!

Pese a todo siento que esto todavía es el comienzo, todavía hay más cosas que descubrir, gente que conocer y, finalmente, seguir con mi objetivo más importante: compartir mi pasión con todas las personas que pueda y compartir también el amor y el agradecimiento que siento hacia la música; encender su curiosidad, llamarlos a hacer comunidad con quien tienen al lado, despertar su sensibilidad.
Creo que la música nos ayuda a ser mejores personas, en formas que ninguna otra cosa nos puede ayudar, incluso en nuestras horas más oscuras. La música alimenta nuestro espíritu, nos llena de fuerza para seguir adelante. Nos ayuda a expresar lo que las palabras no pueden. La música nos une.

Recomendaciones
Khoa Le (escritora e ilustradora).
Morgan Szymanski (guitarrista) y su CD Estampas de México.
Kuikani (cuarteto de guitarras).

Semblanza
Héctor “Keph” Martínez Villavicencio vive en la Ciudad de México. Guitarrista de profesión, ha tomado clases magistrales con diversos guitarristas de talla internacional. Siendo también poseedor de gran curiosidad y determinación por ampliar sus campos de conocimiento, ha incursionado en los terrenos de la composición y arreglo instrumental, docencia, producción musical, orquestación, dirección coral e instrumental, música antigua y música contemporánea.

A lo largo de su trayectoria se ha presentado en muchos de los más importantes escenarios nacionales; actualmente, estudia las carreras de Instrumentista Guitarra (en la cual está en proceso de titulación) y Educación Musical en la Facultad de Música de la UNAM. Adicional a su actividad académica, es fundador y director de NeoCreadores México y del Ensamble Coral Choeur de Nous, entre otros proyectos personales.

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